Columna


La Suprema

MARTHA AMOR OLAYA

20 de abril de 2024 12:00 AM

Hay nostalgias que no sabemos a dónde nos llevarán. Por ejemplo, ver El Universal en este formato, más pequeño, me asusta, me hace pensar que está desapareciendo. A dónde nos conduce un mundo que se está llevando los periódicos impresos, a dónde, cuando la posibilidad de observar nuestra realidad viene en formatos cada vez más pequeños y enmarcados en criterios que si bien, ya no se construyen desde un solo poder absoluto, si se hace muchas veces con ausencia de responsabilidad. Entonces asustan, distorsionan y enredan más la comprensión de este loco planeta.

Desde la pantalla de mi televisor, donde elijo, cada vez más, ver películas, me cuestiono cómo mi consumo acomodado puede llevar a reducir las salas de cine a un cuarto. Nos preguntamos entonces, cuán pequeño seguiremos haciendo este mundo en el que parece que no cabemos y todo está tan apretado, tan destruido, a veces sucio, o contaminado, en el que somos muchos, pero no nos ven, y la soledad está más presente que siempre.

Y es paradójico, pues fue la promesa que compramos a las telecomunicaciones cuando nos dijeron: “Hacemos pequeño al mundo”.

Por eso creo que sentí tanta emoción al ver La Suprema en pantalla gigante, vereda de Matuya en los Montes de María, ahora también título de una película con sello y talento local que está en la competencia oficial del Ficci 63; y que ya ha recorrido 20 festivales internacionales, con tres premios en su haber tanto del público como de “jurados”. La emoción tiene muchas razones. Cuánto tiempo tuvo que pasar para vernos así. Una película genuinamente cartagenera, cuya narrativa es fiel a lo que somos. Fue más bello que verse en un espejo retrovisor, porque sí, sucede en un pasado reciente, y nos obliga a “bajar” al pueblo, a visitar al pariente alejado por la trocha, por la incomunicación, el olvido estatal y el subdesarrollo, pero que, como en un mismo diálogo de la película se cuestiona, si no es mejor el sonido de los insectos y del río, antes que el de la planta eléctrica.

La película nos hace sentir lo que es vivir en la penumbra y nos revuelca de emoción cuando se comparte el cariño, la unión, la repelencia, el bembeo típico de una forma de ser que escoge reírse un poco de sus tragedias, echarle pesimismo a la ilusión para no estrellarse con lo que se suele tener, nada; y llevar las dificultades con algo de calma y con el ingenio que da la falta de recursos. La armoniosa voz de Pabla Flórez, haciendo vibrar bullerengues en el pecho, llevándonos a esa esencia que dejamos atrás al cruzar la civilización.

El dulce de las “alegrías”, el trabajo de la esperanza, el calor y la mosquitera en el abrazo de un “marido” al que se quiere con todo y sus terquedades, y quien te dice que no se necesita más que del campo, aunque no haya luz, y no se pueda ni ver la televisión.

Miren pues, ya La Suprema no es invisible. María Teresa Gaviria y Felipe Holguín hicieron su magia. Lo que somos está en la pantalla grande y gracias al Ficci, que ya con 63 años de pedaleo, me hace pensar, aunque la corriente me jale a la tendencia de cine en el cuarto, cada año Cartagena, se llena de pantallas grandes, para vernos mejor.

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